Entre blancos y verdes, una luz
distinta rodea ese espacio de 100 metros cuadrados. Desde La Pérgola camino
rumbo a alguna parte y a todas las partes a la vez. Hay mucho que ver. Bajo una
sombrilla, una señora con una visera color lila también observa. Su aspecto a
leguas es de una turista. Alego cansancio, pregunto por la silla solitaria y
solicito permiso para sentarme. La señora, calculo un poco más de sesenta años,
tiene cara amable y solo la acompañan una botellita de agua y un par de libros.
Adivina mi curiosidad y me dice qué tiene allí descansando en la mesa: José
Saramago y Henri Miller. Ensayo sobre la
ceguera y Trópico de Capricornio.
Me sonrío. Se sonríe ella. Me pregunta si soy venezolana. Ella, me dice, nació
en Chile y viene con regularidad a Caracas a visitar a su hija, al igual que
visita La Florida, Ibiza y Berna donde reside el resto de su prole dispersa. Se
llama Gladys Montabone.
A propósito de literatura, empieza a
conversarme de sus gustos. De hablar melodioso, la supongo una abuela poco
común. Me dice que nunca había leído a Saramago y de Miller, dice, que se debía
el libro que le robaron de su pieza
cuando se mudo de residencia a los 23 años. Entonces, por un lado una lectura
como la primera vez y, por el otro, un libro como el reencuentro con un viejo
amigo, le digo.
La gente va y viene en un número cada
vez mayor, es el octavo día y parece que la afluencia al comenzar la noche se
acrecienta. Me hace una pregunta, pero no le escucho muy bien; una voz de mujer
en el micrófono anuncia o canta o dice algo indescifrable. ¿Por qué vienes
aquí?, repregunta. Mientras pienso para responder, ella me hace una revelación.
Ha asistido a muchas de las tertulias que se han dado hasta la fecha y en
todas, me dice Gladys, la gente le pregunta a los escritores lo mismo: qué
leen, cuáles son sus influencias, por qué escriben y qué libros recomiendan.
Para ella, es como si una ausencia de brújula acuciara a los visitantes de la
feria. Pienso algo así como guíame, indícame. Agrega, que está en el país desde
hace varios meses y asistió a la otra
feria del libro. Me dice que a partir
de ahí solamente ha visto una ciudad tristemente escindida. Lapidaria, la frase
me queda dando vueltas.
En la quinta edición del Festival de
la Lectura de Chacao no había propaganda inundando cada espacio, no había voces
altisonantes recordando gestas inmemoriales. Solamente era reunirse por el
placer de hojear páginas repletas de escritores con cosas que contar. El placer
de leer, más que un lugar común, demostró que estamos ávidos de conectarnos con
los contadores de sueños. Sencillamente caraqueños que querían descubrir otras
historias, recrearse en otros tiempos, adivinar nuevos ambientes. Los
asistentes fueron serpenteando los metros de exposición encontrándose con gente
amiga, aquella que escucha por radio o ve por televisión. La vía del encuentro
era compartir gusto por el buen decir. Recitales, tertulias, conversatorios,
demostraron que nos gusta establecer diálogos y nos reconforta ser escuchados
porque tenemos mucho que decirnos. Toparnos
con alguien desconocido, por ejemplo, y a propósito de cualquier cosa
encontrarnos en la sensibilidad. Tal vez la señora Gladys que ha andado en
mares distintos, nos vea sin instrumentos. Quizá nos falta más ver las
estrellas y aprender a leerlas con un sextante. Olvidarnos de los avances, rescatar
la navegación astronómica y empezar a visualizar un horizonte radiante.
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