diciembre 22, 2017

A propósito del puerco navideño

Esa mujer entró a la tienda y a propósito de una pregunta casual me contó su vida. Su nombre no es necesario saberlo, su historia sí, porque es plural y contiene el dolor de millones de mujeres.

Ella nació en Honduras hace 41 años. La hija mayor de un matrimonio donde la madre era solo una sombra, su hermana menor, la consentida, y su padre, un sujeto mandón que hace años perdonó y dice recuerda con cariño todos los días. Cuando era niña ella pensaba que su padre la odiaba porque la maltrataba a diario. Mientras a su hermana todo se le consentía, a ella nada se le perdonaba.

Siendo la mayor su padre la hizo responsable desde pequeña de llevar adelante las más pesadas labores en su casa. Desde los siete años debía matar cerdos para la víspera de Navidad, incluso toda la Nochebuena. Dice que sus recuerdos infantiles son de golpes, chillidos y cuchillos filosos. Triste me dice que aprendió el oficio. Se hizo una matarife y aunque fue a la escuela y aprendió a leer y escribir, la educación no la salvó del infortunio de ser pobre y mujer. 

Le pregunto si le gusta leer, me dice que sí, pero que lo que más le gusta es escribir cartas, mandarlas y, sobre todo, recibir las respuestas.

A los 16 se fue de su casa obstinada de sentirse poco menos que un pocillo. Su padre siempre había querido tener un hijo, otro hombre que pudiera ayudarle, pero para su desgracia había nacido ella. El refugio fue la casa de la hermana de su mamá donde podía soñar aliviada con irse al norte a casa de sus primas.

Ella, como muchos en Centroamérica, soñaba con llegar a Estados Unidos para empezar una nueva vida. Sabía que como mujer el riesgo era enorme. Cuando hablaba de ese sueño con su mamá y sus tías todas le aconsejaban que primero debía acostarse con cualquier noviecito que se le presentara. Viajar al norte siendo virgen era pior... Una violación después que se ha tenido hombre es diferente, oye... Eso le decían las mujeres de su vida, eso oía de las mujeres de su pueblo. Esta mujer baja la mirada por un instante y me mira de nuevo. Sus ojos son negros y tristes.

Me cuenta que vivió en casa de su tía durante un mes y medio hasta que la solución del viaje hacia Estados Unidos salió de boca de su tío. Él se iba y la llevaría a ella, dijo que la iba a cuidar, ella dice que no podía sentirse más feliz, temerosa de la travesía, pero feliz porque se acercaba, por fin, a su sueño. Ese hombre, su tío, la violó al pasar la frontera. Le dijo que no llorara tanto que debía agradecerle el riesgo que él estaba tomando llevándola a ella. Le habló de "los coyotes" en México y su olfato para "las nuevas", él, como el lobo feroz, siempre mentía.

En Guatemala buscó ayuda de sus primas, estas la tuvieron solo por unas semanas y tuvo que irse, ellas ya tenían suficientes problemas. Le escribió una carta a su madre contándole lo sucedido. Su mamá nunca le respondió.

Me dice que llegó a México junto con este hombre, su tío, luego de tres horribles meses. Hace una pausa. Sigue. Dice que estaba desesperada... cometió un error y la tomaron presa. Estuvo un mes en una cárcel mexicana. 

La mujer suspira... Es como si estuviera, de alguna manera, aliviándose de la memoria, como si tras el suspiro los malos recuerdos se desvanecieran un poco. Le pregunto si está casada. Me dice que nunca se casó, nunca tuvo hijos. Supongo que eso del amor y el matrimonio son conceptos muy abstractos para quien ha tenido una vida de tristezas. 

Me dice que trabaja en una casa en Coral Gables, que la familia es muy buena y morirá trabajando allí porque no sabe hacer nada más. Toma un respiro y me dice -con convicción, mirándome fíjamente como si algo le hubiera resonado adentro- que una cosa que sabe muy bien es cuando una niña está en problemas... Hace una mueca, aprieta la boca y empuña su mano derecha.  La hija de una de mis primas en Guatemala la miré no más un ratito y supe que un hombre la había dañado. Me fui donde mi prima y le dije que el padrastro de la niña estaba haciéndole cosas a la niña. Mi prima me echó de su casa. No supe de ella más. Ah, pero luego me andaba buscando... Un tiempo después me llamó por el teléfono... Le dice: mijita es muy tarde, oye... 

La mujer me cuenta que ya en Estados Unidos decidió escribirle a su padre y contarle todo lo que le había pasado en el primer año fuera de la casa. Sus ojos brillan con el recuerdo. Dice que la respuesta de él la lleva en el corazón. Fue allí cuando le perdonó sus golpes, sus gritos, sus insultos, dice que en ocasiones va y la relee. Me dice que nunca se imaginó que su padre podía escribirle tan bonito... Dice que lo llama con frecuencia y hablan con mucho cariño.

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Suena el aviso de la puerta que llegó otro cliente. La mujer me sonríe. Allí con los dientes pequeños y amarillos le veo otra cara. Le devuelvo la sonrisa, le estiro la mano y siento su mano áspera. Nos despedimos sin palabras. Me queda una sensación de desamparo: historias de mujeres que sufren solo por serlo.

Esa mujer entró en la tienda a pagar su teléfono, y yo solo le pregunté animada: ¿Ya tiene listo el puerco para Navidad?