noviembre 18, 2015

No, aquí no

A mi ciudad no les gustan los recuerdos. No existen aquellas estructuras que en otros países se mantienen para hacer del ciudadano un sujeto apegado a su Historia. En comparación, monumentos luctuosos sobreviven pocos. Nos gusta recordar el día de fiesta, el jolgorio y las comilonas, pero las enseñanzas que deja el pesar, no. Nos gusta la historia en minúscula.

Esa cárcel de los tiempos de Gómez, ese edificio que ocultó la ignominia de una dictadura en el siglo XX, no, no es del gusto de mi ciudad. Aquí no se escarban las heridas. Las costras se aglomeran y nadie sabe cuál es el origen de la primera.

Pueden, no obstante, descubrirse paredes con consignas del tiempo de la guanábana. Afiches descoloridos de otros caudillos de la mentira que persisten en calles repletas de basura y con olor a orín fresco. Lo significativo es que sigue estando rancia la política en mi país y el viento sopla muy poco.

En la plaza los ancianos no desean hablar. Ni del pasado ni de hoy. Ante la cercanía de una libreta o un grabador sienten aprensión. Dicen que no puede confiarse en nadie. Los tiempos han cambiado, dice un señor con cara de pasita, su compañero de banco riposta, no, son los peores recuerdos presentes que podemos estar viviendo.

Alguien me cuenta de una calle en Los Teques donde la Seguridad Nacional hacía correr a ladrones. Los obligaban a subir una larga variante de una vía que nunca llegó a parte alguna. Allí disparaban contra esos cuerpos dinámicos, llevados por la adrenalina del miedo. Las culpas se lavaban con sangre.

Otra voz se asoma quedamente y me dice nombres completos de gente que desapareció porque eran blancos y a los dictadores y a los rojos, no les gusta la gente que lleve la contraria. 

Las miradas asumen un complot. El silencio se impone. Por el frente ha pasado un par de hombres vestidos de verde.

Conversar en la plaza no, aquí no. Todos somos blanco del gobierno.

noviembre 01, 2015

GNB en el mercadito de LPG

Cada sábado desde hace algo más de una década se abren los toldos en el mercadito de Los Palos Grandes. Una hilera de tarantines donde se puede desayunar, hacer las compras semanales, departir con amigos y vecinos se extiende a lo largo de más o menos 150 metros en la tercera avenida, entre la Francisco de Miranda y la primera transversal.
Comenzó siendo una cuadra para la venta de frutas, quesos, verduras y libros, pero con el paso del tiempo se añadieron puestos de pescado, pollo, carne, ropa y bisuterías. Se convirtió en un espacio para obtener casi todo lo necesario para satisfacer paladares y preferencias.
El ambiente de cordialidad. La seguridad y la limpieza garantizadas. El orden, un sello a juego con la zona.

Desde las 6 de la mañana se pueden conseguir sonrisas amables, gente dispuesta a brindar un buen servicio, variados productos nacionales de calidad, mucha buena vibra que insistimos en mantener los vecinos, a toda costa, a pesar de todo...

Este sábado, como siempre, las filas para comprar estaban animadas, lo usual... gente poniéndose al día con las noticias, criticando la bulla de las fiestas de Halloween, quejándose de los precios en alza, hablando de los planes para el fin de semana, todo ese bullicio variopinto de una comunidad que se conoce e intenta hacerse un día agradable.

Los dos uniformados llegaron a uno de los puestos de verduras. Uno, alto -tal vez un sargento- con chaleco, el otro de menor tamaño con traje de campaña. Yo, al frente, en mi fila para comprar carne, veía sus movimientos. Inspección del lugar, darse cuenta con quién había que hablar, dirigirse a una esquina, esperar. El pequeño se separó, el otro con el chaleco de "Guardia del Pueblo", se acercó al que fungía de encargado del puesto y pasados tres minutos, recibía una bolsa con papas, zanahorias y unos trozos de verduras. Pensé en voz alta: Ya consiguieron para la sopa. Una vecina me escuchó, ella también se había percatado del guardia. Otros más atrás también estaban viendo el modus operandi de este representante de la divisa de honor. Todos comentamos asqueados. El enano verde infausto se había perdido de la escena hasta que lo vimos acercarse con un cartón de huevos. Ya éramos varios en la cola que nos dábamos cuenta del cobro de la vacuna que estaba sucediendo frente a nuestros ojos.

No tuvimos que esperar mucho, ya tenían las vituallas, necesitaban las presas, por supuesto, en Venezuela "sopa ciega" ni en el regimiento más recóndito. El de mayor rango se acercó al dueño del puesto de carne, una conversación donde solo uno habla, luego, una movida entre los carniceros ocupados, susurros, miradas cómplices, acciones rápidas, y ¡zas!, salió una bolsa de buen tamaño.

Los que seguíamos en fila nos miramos, sonreímos, comentamos con sorna. Nada ya nos podía sorprender: actualmente un uniforme militar es una marca de afrenta en nuestro país. Teníamos un deseo de escupirles improperios, pero era suficiente ser testigos de la podredumbre de esas dos sabandijas. Llegaron al mercadito y desentonaron de inmediato, tal cual malandros, pero con insignias y nombres bordados en el bolsillo.

Fui atendida, tomé mi pedido, continué con mis compras. Al rato, solo para constatar una idea que tuve, me fui hacia la avenida Francisco de Miranda, al final del mercadito. Allí los pude ver montándose en una moto Scooter. A los dos representantes de la ignominia militar siete bolsas les conté. El parrillero llevaba incómodo cartón y medio de huevos. Arrancaron como cualquier hijo de vecino. Hicieron un giro y se fueron rumbo al Parque del Este, como me imaginé, de seguro al Destacamento 52. 

Vendrán más sábados de compras, seguiremos disfrutando de ricos desayunos y productos fresquísimos, pero lamentablemente ya sabemos que tendremos que ver cómo pululan moscas y gusanos, verdes, bípedos y despreciables.