junio 27, 2014

Una ciudad y la oscurana

Un apagón de tres horas. Multitudes pedestres sobre aceras, en las calles, traspasando a otras multitudes en vía contraria. Nadie detuvo el tráfico, cerró una calle, se apostó frente a un ministerio, acudió a la sede de Corpoelec. No. El habituarse al mal hacer, el desinterés, el acostumbrarse a andar en la ciudad en la piel de un sobreviviente y agradeciendo a Dios el milagro de la vida por 24 horas. Así se vive en mi ciudad, en mi país todo. Padecemos el peor gobierno de la historia republicana y nadie parece preocuparle la ineficacia de los servicios públicos. Somos muy subdesarrollo al estilo patrio; mucho egoísmo y apatía hacen vida en esta tierra de gracia.
Desde Plaza Venezuela rumbo a Los Ruices solo se veían motos taxis sorteando a peatones que iban como zombies. Un apagón, normal. Un asesinato en camionetica, normal. Unos alimentos que no se consiguen fácilmente, normal, pues, es la expresión simplista de un ciudadano que no se estima en su justa valía. Nos hemos convertido en un conjunto de rémoras y absorbemos apenas, mientras nos lo permita la corriente. No hay más allá. Nadie sabe nada. Una partida de desalmados, eso somos. No hay espíritu que combata esta ignominia gubernamental.
Desgraciado gobierno que no quiere a su país. No nos merecemos esta infamia.

junio 17, 2014

Ciudad con pronombre posesivo

¿Se puede dejar de querer a una ciudad? ¿Acaso es fácil dejar atrás ese amor citadino como si fuese un amante caído en desgracia y olvidado?
Andar por las calles recordando lo que fueron, hace la mitad de tu vida. Buscar entre tus recuerdos agotados esa plaza, aquel café; la acera más amable, aquel pequeño refugio entre el hormigón que acurrucaba a los besos de los novios escapados del liceo.
¿Se olvidan las ciudades que te vieron crecer? Francamente no lo creo. Son parte de tus años, lo que te hicieron humano y no concreto. Nuestra ciudad conforma nuestro color de piel, la textura de nuestras plantas de pies; ese rasguño de un árbol cualquiera, un viejo raspón de un carrera mal hecha en el campo de juego que era tu calle. El polvo en las mañanas de mayo, la lluvia sorpresiva, el aroma a tierra mojada. La tarde y el olor a la cebada de la cerveza, el ajo frito en aceite de oliva, lo impreciso en las salsas de un perro caliente.
No dejamos de querer nuestra ciudad. Solo que la llenamos de melancolía y la metemos en nuestra valija junto con el nombre propio y el apodo, la cédula de identidad y el recuerdito del bautizo. 
Ciudad con pronombre posesivo.
Simplemente hacemos espacio para la otra, la que nos corteja, la que nos acoge.

junio 01, 2014

Mi franela roja

El viernes fui a mi trabajo con una franela roja con un dibujo en negro de las típicas imágenes del bambú asiático. Nadie reparó en las líneas delgadas y gruesas a manera de leves brochazos, reproducción de, tal vez, una ofrenda que un viejo sabio, con pincel y tinta, buscó hacer al árbol que veía desde su tatami. No. Era solo "estás roja-rojita" la expresión cliché escuchada toda la mañana.
Digerí el comentario. Lo dejé pasar.
Hoy tomo la consabida franela de la silla del cuarto y como iba a pasear a mi perro decido ponérmela. Me crucé con vecinos y con gente que iba al parque. Indefectiblemente, la mirada iba a la franela, luego a mi cara, por último, al cuadrúpedo feliz a mi lado. Podía leerle sus frentes -cual teleprompter- (obviamente no puedo, pero la alzada de cejas y el cuchicheo estaban allí), hasta que el señor del quiosco, repitió la consabida frasecita.
Sonreí... pero con lástima.
Alguien en mala hora "decidió" apropiarse no solo de un país, sino de un color. Lo más triste es que van quince años y todavía sigue habiendo gente que asumió que el rojo era de un bando, de una banda, diría yo.
Me irrita que haya millones de tontos que insisten en seguirle el juego a este gobierno nefasto. Tengo varias franelas rojas, un vestido corto, otro vaporoso, en fin, un guardarropa en estado de excepción.