julio 08, 2015

Tarde rota

Salgo a pasear a mi perro. La tarde, luego del almuerzo, está quieta. El sol está espléndido y la caminata, ahora lenta, es un momento dedicado a disfrutar a mi Otto. 
Frente a la iglesia de Santa Eduvigis me pasa por el lado un sujeto y percibo algo extraño. Soy de esas intuitivas que cada vez más en esta ciudad afina sus sentidos. El hombre pasa, me mira de soslayo y sigue, pero un pálpito interior me dice un chisme al oído. Mediana estatura, franela holgada, bolso pequeño cruzado a la altura de la cintura, mirada esquiva. 
Suspiro.
Seguimos mi Otto y yo en nuestra gran vuelta a la manzana. Él con su olfateo constante, su paso cortito y yo entre mirar al Ávila verdísimo, ver el cielo despejado y chequear a mi perro en su pasear.
Me gusta esta hora de la tarde. Son pocos los vehículos que pasan, el ruido ha cesado por completo y se puede disfrutar de cada sonido leve. Sebucán es una zona de frondosos árboles y andar entre sus límites es estar en contacto con la variedad de mangos, apamates, jabillos que mantienen la frescura entre sus calles.
Veo mi sombra reflejada en la acera. No hace mucho calor, de hecho hay una brisa que parece dar vueltas en ese entramado de árboles. Espero a Otto en su accionar. Recojo y sigo. No hay recolectores de basura en los postes. Boto el desperdicio entre las bolsas apiladas, algunas abiertas, a una esquina del siguiente edificio. Los conserjes no se afanan mucho en cerrarlas, le hacen la vida más cómoda a los hurgadores de oficio. Seguimos nuestra ruta.
La avenida 2 de Santa Eduvigis tiene aceras limpias. En casi toda su extensión hasta llegar a la Rómulo Gallegos hay huecos en ciertos tramos y viejos asfaltos que no reciben mejoras. Es una vía de tráfico medio, últimamente muy transitada por los que andan tras las compras en el Excelsior Gama Plus o el Farmatodo. Pero esta tarde no hay motorizados en contravía, ni bachaqueros buscando productos. La quietud se ha apoderado del espacio. 
Otto hurga cada hendidura mientras venimos en esa ruta noreste, quieta bajada. Parece que aspirara el piso y solo escucho el husmear rítmico de su nariz hasta que llegamos a una vereda cubierta con los troncos secos arrumados de una tala realizada algo más de dos semanas. La naturaleza muerta invade el espacio del peatón y hay que pasar a la calle. Limpiar para ensuciar. Así funcionan estas cuadrillas de atención al cuidado del ambiente.
Otto olfatea con gusto cada resto de arbusto en su otoño, pisa las hojas que sisean bajo sus almohadillas y continuamos la marcha hacia la esquina próxima. A unos 100 metros una mujer cruza la avenida hacia la 2da transversal. Alta, delgada; lleva ropa deportiva, una amplia visera a juego con un bolsón muy llamativo. Va desconectada de su alrededor, camina con el paso de quien hace una ruta conocida, parece absorta en sus pensamientos. La vía principal sola, la calle contigua igual. Solo vamos mi perro, yo y, de repente, a unos ochenta pasos detrás, el hombre que vi unas cuadras más arriba está siguiendo a la mujer. Este apura el paso, la mujer ni se percata, él ve hacia los lados, me mira y yo, que ya sé qué va a pasar, me debato entre gritarle a la mujer, darle la voz de alerta, pensar en la reacción del hombre, correr con Otto -pero ¡cómo! 
Arrebatón, gritos, carrera, persecución sin sentido y esa sonrisa asquerosa que lleva el miserable.
El hombre corre hacia la avenida Rómulo Gallegos, la mujer detrás persiste en gritar. Nadie ayuda. Nadie aparece. 
Algo se rompe en el ambiente. 
Miro la escena y me sorprendo de mí. Nada.
Otto se mantiene a mi lado, me mira como esperando una orden, una decisión. 
Sigo este paseo vespertino, usual, cotidiano, pero ya no hay distracción. Solamente ejercité mi capacidad de asombro.
No hice nada y lo lamento. 

No hay comentarios: