Lleva cuatro horas en fila esa mujer. Sus pies están abultados, parecen
sobresalir entre medio de las tiritas de las sandalias. Cada dedo es un pequeño
choricillo. Las uñas están pintadas de un fucsia algo chillón, parece que la
pedicura no es reciente. Los talones, un poco resecos, muestran unas pequeñas
marcas en el borde como minúsculos tajitos de piel estirada y abierta. A lo largo del costado plantar, miles de
rayitas blancas semejan sucesivos juegos de la vieja o tres en línea. La piel
es trigueña, mate. Las venas son líneas delgadísimas, de un azul leve, casi
imperceptibles. Alterna su peso en cada pie; estira cada pierna hacia adelante,
luego las flexiona hacia atrás como si quisiera llevarlas a su trasero. Se
lleva sus manos a la cintura y de allí a la baja espalda, topa atrás sus dedos
gordos, se arquea levemente mientras su mirada se pierde en el cielo. Da un
resoplido insonoro. Vuelve a su posición. No se ha movido ni un centímetro. Hace
un amague de querer ponerse en cuclillas, pero algo parece detenerla.
Se mantiene estoica. Solo las marcas de las equis sucesivas que hace el
cuero sobre su piel muestran el tiempo transcurrido donde nada pasa. Quisiera
ofrecerle el pequeño asiento que tengo dentro del quiosco, pero tal vez es muy bajo
y ella, quizá, no quiera estar tan cerca del suelo hirviente.
Miro a esta mujer y las más de sesenta personas detenidas en una cola zigzagueante
bajo el sol de esta ciudad tropical de arengas, mentiras y guerras que no lo
son.
Recuerdo aquella frase: ¡Es la economía, estúpido! Pero no es fácil.
Todo dejó de ser fácil en mi país.
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