febrero 28, 2016

"Que hagan cola estos escuálidos, que se jodan también".

El vigilante del automercado sonríe. Tristemente soy testigo de sus palabras: "Que hagan cola estos escuálidos, que se jodan también".

Ese individuo que he venido viendo desde hace, al menos cuatro años, hoy habla desde el odio. 
Los vecinos, clientes fieles de ese automercado de las compras diarias, ese del cual tenemos tarjeta, del que nos sabemos los nombres de las supervisoras, debemos luchar contra la neo-especie que surgió para darnos una bofetada, otra más, producto de la realidad del país que algunos no querían ver.
Debemos soportar largas colas junto a mal hablados, gritones de oficio, gente resentida que siente que debe tomar todos los espacios, que se alían para comprar varios de los productos que expenden, superando la cantidad regulada.

Estos compatriotas, asumen actitudes retadoras, ofensivas -la mayoría de las veces- en respuesta a reclamos venidos del sentido común: "oye, te estás coleando, oye, ya metiste a dos amigas en la fila, oye, deja el escándalo..." 

Ese pueblo hambriento, pero también desdeñoso, de mal vivir, corrupto, ha congestionado no solo el lugar de compras, sino ha colapsado una bella plaza, ha tomado los asientos que usualmente usaban las personas mayores para su esparcimiento bajo los frondosos árboles. Se sientan en el borde de las aceras, comen en el piso, llenan de basura el lugar, muestran su peor cara, quizá la del hastío, la que llevamos todos, la verdad, pero en ellos, se solapa en esa manera de arrojar desperdicios sin vergüenza alguna, en esa demostración de ánimo destemplado bajo el sol quemante. Alargan una fila que serpentea las veredas ante la inminencia de "a ver qué es lo que sacan hoy". Una escena diaria que altera un espacio hecho para el disfrute de todos.

Lamentablemente no siempre se ven caras largas. Puede notarse, incluso, un ambiente de guachafita, risas burlonas, llamados a gritos de un extremo a otro, esa costumbre, supongo común y corriente, "de pasar trabajo y calársela relaja'o", como me dijo una muchacha muy risueña.

En ese conjunto variopinto de personas la mayoría son mujeres. Las mayores llevan envases de agua y de comida. Van acompañadas de algunas embarazadas, otras con bebés en brazos. También hay niños en el grupo que andan de salto en salto pasando las horas fuera de la escuela, alejados del sistema educativo. Su infancia estará marcada por experiencias de desconcierto, desabastecimiento e incertidumbre. Cómo podrán hacerse un futuro próspero, me pregunto mientras los veo reclamar porque quieren meterse como los niños de la zona bajo los chorritos de la plaza.

Para entorpecer aún más la situación caótica hay un ir y venir de motos con gente que llega, contacta a alguien de la fila y ocupa un lugar que se hincha como las pústulas. Al cabo de un rato ya no reconoces al que estaba delante de ti porque son varios que se "guardaban el puesto". Y no, no hay reclamo posible. Las peleas entre esos, mal llamados bachaqueros, es un asunto muy desagradable, del cual nunca querrías tener partido. Lo mejor es callarse, ya suficiente te aguantas para obtener algo que solo conseguirás ese día ajustado a tu terminal de cédula.

Ese automercado y la plaza en frente quedan apenas a unas calles de donde vivo, parece un hervidero día y tarde, noche y fines de semana. No hay manera de sentirse a gusto. No hay forma de tener aquello que disfrutábamos en la simpleza de ir a hacer unas compritas. No. Todo es bullicio, sorna en los comentarios, una especie de revanchismo estéril de personas que vienen desde lejos para hacerse de productos que sienten que les pertenecen a ellos, los dignificados por un gobierno inepto.

En mi urbanización, la cotidianidad ya es otra. La anarquía llegó para crecer, cada vez más.

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