marzo 10, 2015

Playa Majagua

La playa se llama Majagua. Llegar a ella supone montarse en una lancha y en veinte minutos estar contemplando la sucesión eterna de olas. La salida es desde Chirimena, un pueblo mirandino que mantiene la costumbre de sonreírle al visitante. La gente de la costa es así, dicharachera, amable, a veces un poco confianzuda para algunos tratos rigurosos.
Los lancheros embarcan a los turistas en un improvisado muelle donde ruinas de mejores tiempos forman parte del paisaje. Queremos playa y sol, así que podemos obviar la estructura abandonada, las puertas desvencijadas, la sucesión de lanchas arrumadas, los motores desechados, todo tirado a un lado por falta de inversión. El poder adquisitivo como la arena entre los dedos. Digámoslo más francamente, por la ambición de un puñado de egoístas. 
Es domingo y solo están trabajando dos lanchas. Alrededor hay quince. ¿Qué pasa que no salen más?, preguntamos sorprendidos por la cola que empieza a organizarse de grupos que como el nuestro desean un día de mar y tranquilidad.
"Es la Guardia", responde el muchacho que sirve de apoyo a los lancheros. Y nos explica que no tienen orden de embarcar sino 10 personas por lancha y que solo deben estar operativas, dos.
Empezar a preguntar es descubrir la realidad de una gente que solo quiere trabajar y no la dejan. Allí conocemos la turbia historia de la alcaldesa y sus desmanes, de la corrupción que se apoderó de los municipios y del continuo amedrentamiento de las fuerzas públicas contra los lancheros organizados.
"El pueblo de Chirimena está en pie de lucha" dice el joven. "Quieren agarrarse a Majagua pero hemos dado la pelea". Nos cuenta de los planes de un resort, de la llegada de yates y de hasta una fragata que quiso llevarse presos a los trabajadores de los kioscos de playa Majagua. 
Nos habla de exclusión, de negocios turbios, de politiquería. Nos cuenta de los precios de los botes, de la restricción en la venta de combustible, de la extorsión de la GNB, de las amenazas de los concejales rojos.
Al hombre le brilla la piel, color caramelo quemado. Sus ojos achinados van a juego con la sonrisa que se ha escapado por ratos durante la conversación. Se le ilumina la mirada cuando cuenta las bellezas de La Tortuga. Hay paseos para allá y "solo lo pagan los que tienen mucho rial", añade.
La lancha llega, pide organizarse en la cola. Una fila de más o menos veinte personas espera entre cavas y bolsos. Nos toca turno. Le entregamos al muchacho el dinero por el viaje, embarcamos y al alejarnos sobre las olas podemos ver mejor la estampa del abandono. Solo el ánimo de esos hombres se mantiene firme y sin grietas.

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