octubre 25, 2013

P de palabras patrias


Si quisiera irme de Caracas -en modo huida, arrebatada de tanta desolación- escogería una ciudad con cerros sucesivos. Una ciudad donde el azul celeste definiera el color del cielo. Una que oliera a golfeado con queso, a sofrito para caraotas; a levadura por Los Ruices en la tarde. Llegaría a ese espacio extraño buscando el mal olor del Guaire; la mixtura de los panes de la Calle del Hambre, la fragancia del cilantro en los mercados. Recorrería veredas donde el ajetreo me recordara Petare, El Cementerio o Catia. Me pararía en las esquinas y vería de lado a lado, esperando una moto tras otras pasando como enloquecidas bestias dominadas por demonios. Y de repente, extrañada por esas visiones, iría en viaje melancólico de vuelta a mi ciudad, en la sencillez de sus expresiones, como quien compra el pan y pide "de a locha"; en la esplendidez de distinguir entre marroncito, tetero o cerrero. Sonreiría a causa de un "¡con todo, mi pana!", "¡verga, cómete algo!", "¿qué es lo que es, bicho?", "¡ay, cuéntamelo todo manita!", o la infaltable "-era": habladera, jodedera, reidera, tomadera...
Yo extrañaría, definitivamente, la palabra que aparece en una cola de carrito por puesto, en la salida del Metro, en las tertulias espontáneas en mitad de la calle o en las filas del banco.
Yo buscaría "el coño-no-joda", el "¿tú has visto, chica? Las frases de lacito como "se acabó lo que se daba" o "esto se fue pa'l coño". 
Si llegara a irme, no sé qué haría con las palabras de mi mamá: "ajices", berenjenal, coroto y reguero. Supongo que las arroparía entre las de mis primos, aquellas de mis amigos de la universidad y algunas del señor del kiosco. Un vainero, pues.

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